DÍA 9 (27 de febrero)



La paternidad del Santo Patriarca sobre Jesús


Los Evangelios nombran a San José como padre en repetidas ocasiones (Lc 2, 27; 33; 41; 48). Éste era, sin duda, el nombre que habitualmente utilizaba Jesús en la intimidad del hogar de Nazaret para dirigirse al Santo Patriarca. Jesús fue considerado por quienes le conocían como hijo de José (Cfr. Lc 3, 23). Y, de hecho, él ejerció el oficio de padre dentro de la Sagrada Familia: al imponer a Jesús el nombre, en la huida a Egipto, al elegir el lugar de residencia a su vuelta... Y Jesús obedeció a José como a padre: Bajó con ellos y vino a Nazaret y les estaba sujeto... (Lc 2, 51).

Jesús fue concebido milagrosamente por obra del Espíritu Santo y nació virginalmente para María y para José, por voluntad divina. Dios quiso que Jesús naciera dentro de una familia y estuviera sometido a un padre y a una madre y cuidado por ellos. Y de la misma manera que escogió a María para que fuese su Madre, escogió también a José para que fuera su padre, cada uno en el terreno que le competía (Cfr. JOSÉ ANTONIO DEL NIÑO JESUS, San José, su misión, su tiempo, su vida, Centro Español de Investigaciones Josefinas, 2ª ed., Valladolid 1966, p. 137).

San José tuvo para Jesús verdaderos sentimientos de padre; la gracia encendió en aquel corazón bien dispuesto y preparado un amor ardiente hacia el Hijo de Dios y hacia su esposa, mayor que si se hubiera tratado de un hijo por naturaleza. José cuidó de Jesús amándole como a su hijo y adorándole como a su Dios. Y el espectáculo -que tenía constantemente ante sus ojos- de un Dios que daba al mundo su amor infinito era un estímulo para amarle más y más y para entregarse cada vez más, con una generosidad sin límites.

Amaba a Jesús como si realmente lo hubiera engendrado, como un don misterioso de Dios otorgado a su pobre vida humana. Le consagró sin reservas sus fuerzas, su tiempo, sus inquietudes, sus cuidados. No esperaba otra recompensa que poder vivir cada vez mejor esta entrega de su vida. Su amor era a la vez dulce y fuerte, tranquilo y ferviente, emotivo y tierno. Podemos representárnoslo tomando al Niño en sus brazos, meciéndole con canciones, acunándole para que duerma, fabricándole pequeños juguetes, estando con Él como hacen los padres, prodigándole sus caricias como actos de adoración y testimonio más profundo de afecto (Cfr. M. GASNIER, Los silencios de San José, Palabra, 5ª ed., Madrid 1988, pp. 137-138.). Constantemente vivió sorprendido de que el Hijo de Dios hubiera querido ser también su hijo. Hemos de pedirle que sepamos nosotros quererle y tratarle como él lo hizo.

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