DÍA 25 (15 de marzo)



Para servir, servir

Para comportarse así, santificar la profesión, hace falta ante todo trabajar bien, con seriedad humana y sobrenatural. Quiero recordar ahora, por contraste, lo que cuenta uno de esos antiguos relatos de los evangelios apócrifos: El padre de Jesús, que era carpintero, hacía arados y yugos. Una vez –continúa la narración– le fue encargado un lecho, por cierta persona de buena posición. Pero resultó que uno de los varales era más corto que el otro, por lo que José no sabía qué hacerse. Entonces el Niño Jesús dijo a su padre: pon en tierra los dos palos e iguálalos por un extremo. Así lo hizo José. Jesús se puso a la otra parte, tomó el varal más corto y lo estiró, dejándolo tan largo como el otro. José, su padre, se llenó de admiración al ver el prodigio, y colmó al Niño de abrazos y de besos, diciendo: dichoso de mí, porque Dios me ha dado este Niño (Evangelio de la infancia, falsamente atribuido al apóstol Tomás, n. 13; en Los evangelios apócrifos, edición de A. Santos Otero, Madrid 1956, p. 314–315) .

José no daría gracias a Dios por estos motivos; su trabajo no podía ser de ese modo. San José no es el hombre de las soluciones fáciles y milagreras, sino el hombre de la perseverancia, del esfuerzo y –cuando hace falta– del ingenio. El cristiano sabe que Dios hace milagros: que los realizó hace siglos, que los continuó haciendo después y que los sigue haciendo ahora, porque non est abbreviata manus Domini (Is LIX, 1) , no ha disminuido el poder de Dios.

Pero los milagros son una manifestación de la omnipotencia salvadora de Dios, y no un expediente para resolver las consecuencias de la ineptitud o para facilitar nuestra comodidad. El milagro que os pide el Señor es la perseverancia en vuestra vocación cristiana y divina, la santificación del trabajo de cada día: el milagro de convertir la prosa diaria en endecasílabos, en verso heroico, por el amor que ponéis en vuestra ocupación habitual. Ahí os espera Dios, de tal manera que seáis almas con sentido de responsabilidad, con afán apostólico, con competencia profesional.

Por eso, como lema para vuestro trabajo, os puedo indicar éste: para servir, servir. Porque, en primer lugar, para realizar las cosas, hay que saber terminarlas. No creo en la rectitud de intención de quien no se esfuerza en lograr la competencia necesaria, con el fin de cumplir debidamente las tareas que tiene encomendadas. No basta querer hacer el bien, sino que hay que saber hacerlo. Y, si realmente queremos, ese deseo se traducirá en el empeño por poner los medios adecuados para dejar las cosas acabadas, con humana perfección.

Pero también ese servir humano, esa capacidad que podríamos llamar técnica, ese saber realizar el propio oficio, ha de estar informado por un rasgo que fue fundamental en el trabajo de San José y debería ser fundamental en todo cristiano: el espíritu de servicio, el deseo de trabajar para contribuir al bien de los demás hombres. El trabajo de José no fue una labor que mirase hacia la autoafirmación, aunque la dedicación a una vida operativa haya forjado en él una personalidad madura, bien dibujada. El Patriarca trabajaba con la conciencia de cumplir la voluntad de Dios, pensando en el bien de los suyos, Jesús y María, y teniendo presente el bien de todos los habitantes de la pequeña Nazaret.

En Nazaret, José sería uno de los pocos artesanos, si es que no era el único. Carpintero, posiblemente. Pero, como suele suceder en los pueblos pequeños, también sería capaz de hacer otras cosas: poner de nuevo en marcha el molino, que no funcionaba, o arreglar antes del invierno las grietas de un techo. José sacaba de apuros a muchos, sin duda, con un trabajo bien acabado. Era su labor profesional una ocupación orientada hacia el servicio, para hacer agradable la vida a las demás familias de la aldea, y acompañada de una sonrisa, de una palabra amable, de un comentario dicho como de pasada, pero que devuelve la fe y la alegría a quien está a punto de perderlas.

A veces, cuando se tratara de personas más pobres que él, José trabajaría aceptando algo de poco valor, que dejara a la otra persona con la satisfacción de pensar que había pagado. Normalmente José cobraría lo que fuera razonable, ni más ni menos. Sabría exigir lo que, en justicia, le era debido, ya que la fidelidad a Dios no puede suponer la renuncia a derechos que en realidad son deberes: San José tenía que exigir lo justo, porque con la recompensa de ese trabajo debía sostener a la Familia que Dios le había encomendado.

La exigencia del propio derecho no ha de ser fruto de un egoísmo individualista. No se ama la justicia, si no se ama verla cumplida con relación a los demás. Como tampoco es lícito encerrarse en una religiosidad cómoda, olvidando las necesidades de los otros. El que desea ser justo a los ojos de Dios se esfuerza también en hacer que la justicia se realice de hecho entre los hombres. Y no sólo por el buen motivo de que no sea injuriado el nombre de Dios, sino porque ser cristiano significa recoger todas las instancias nobles que hay en lo humano. Parafraseando un conocido texto del apóstol San Juan (Cfr. 1 Ioh IV, 20) , se puede decir que quien afirma que es justo con Dios pero no es justo con los demás hombres, miente: y la verdad no habita en él.

Como todos los cristianos que vivimos aquel momento, recibí también con emoción y alegría la decisión de celebrar la fiesta litúrgica de San José Obrero. Esa fiesta, que es una canonización del valor divino del trabajo, muestra cómo la Iglesia, en su vida colectiva y pública, se hace eco de las verdades centrales del Evangelio, que Dios quiere que sean especialmente meditadas en esta época nuestra.

Ya hemos hablado mucho de este tema en otras ocasiones, pero permitidme insistir de nuevo en la naturalidad y en la sencillez de la vida de San José, que no se distanciaba de sus convecinos ni levantaba barreras innecesarias.

Por eso, aunque quizá sea conveniente en algunos momentos o en algunas situaciones, de ordinario no me gusta hablar de obreros católicos, de ingenieros católicos, de médicos católicos, etc., como si se tratara de una especie dentro de un género, como si los católicos formaran un grupito separado de los demás, creando así la sensación de que hay un foso entre los cristianos y el resto de la Humanidad. Respeto la opinión opuesta, pero pienso que es mucho más propio hablar de obreros que son católicos, o de católicos que son obreros; de ingenieros que son católicos, o de católicos que son ingenieros. Porque el hombre que tiene fe y ejerce una profesión intelectual, técnica o manual, es y se siente unido a los demás, igual a los demás, con los mismos derechos y obligaciones, con el mismo deseo de mejorar, con el mismo afán de enfrentarse con los problemas comunes y de encontrarles solución.

El católico, asumiendo todo eso, sabrá hacer de su vida diaria un testimonio de fe, de esperanza y de caridad; testimonio sencillo, normal, sin necesidad de manifestaciones aparatosas, poniendo de relieve –con la coherencia de su vida– la constante presencia de la Iglesia en el mundo, ya que todos los católicos son ellos mismos Iglesia, pues son miembros con pleno derecho del único Pueblo de Dios.


meditación tomada de la homilía "En el Taller de José" de San Josemaría http://www.fluvium.org/textos/opusdei/OpD24.htm

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