DÍA 23 (13 de marzo)



La fe, el amor y la esperanza de José


No está la justicia en la mera sumisión a una regla: la rectitud debe nacer de dentro, debe ser honda, vital, porque el justo vive de la fe (Hab II, 4) . Vivir de la fe: esas palabras que fueron luego tantas veces tema de meditación para el apóstol Pablo, se ven realizadas con creces en San José. Su cumplimiento de la voluntad de Dios no es rutinario ni formalista, sino espontáneo y profundo. La ley que vivía todo judío practicante no fue para él un simple código ni una recopilación fría de preceptos, sino expresión de la voluntad de Dios vivo. Por eso supo reconocer la voz del Señor cuando se le manifestó inesperada, sorprendente.

Porque la historia del Santo Patriarca fue una vida sencilla, pero no una vida fácil. Después de momentos angustiosos, sabe que el Hijo de María ha sido concebido por obra del Espíritu Santo. Y ese Niño, Hijo de Dios, descendiente de David según la carne, nace en una cueva. Angeles celebran su nacimiento y personalidades de tierras lejanas vienen a adorarle, pero el Rey de Judea desea su muerte y se hace necesario huir. El hijo de Dios es, en la apariencia, un niño indefenso, que vivirá en Egipto.

Al narrar estas escenas en su Evangelio, San Mateo pone constantemente de relieve la fidelidad de José, que cumple los mandatos de Dios sin vacilaciones, aunque a veces el sentido de esos mandatos le pudiera parecer oscuro o se le ocultara su conexión con el resto de los planes divinos.
En muchas ocasiones los Padres de la Iglesia y los autores espirituales hacen resaltar esta firmeza de la fe de San José. Refiriéndose a las palabras del Angel que le ordena huir de Herodes y refugiarse en Egipto (Cfr. Mt II, 13), el Crisóstomo comenta: Al oír esto, José no se escandalizó ni dijo: eso parece un enigma. Tú mismo hacías saber no ha mucho que El salvaría a su pueblo, y ahora no es capaz ni de salvarse a sí mismo, sino que tenemos necesidad de huir, de emprender un viaje y sufrir un largo desplazamiento: eso es contrario a tu promesa. José no discurre de este modo, porque es un varón fiel. Tampoco pregunta por el tiempo de la vuelta, a pesar de que el Angel lo había dejado indeterminado, puesto que le había dicho: está allí –en Egipto– hasta que yo te diga. Sin embargo, no por eso se crea dificultades, sino que obedece y cree y soporta todas las pruebas alegremente (S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae, 8, 3, (PG 57, 85)).

La fe de José no vacila, su obediencia es siempre estricta y rápida. Para comprender mejor esta lección que nos da aquí el Santo Patriarca, es bueno que consideremos que su fe es activa, y que su docilidad no presenta la actitud de la obediencia de quien se deja arrastrar por los acontecimientos. Porque la fe cristiana es lo más opuesto al conformismo, o a la falta de actividad y de energía interiores.

José se abandonó sin reservas en las manos de Dios, pero nunca rehusó reflexionar sobre los acontecimientos, y así pudo alcanzar del Señor ese grado de inteligencia de las obras de Dios, que es la verdadera sabiduría. De este modo, aprendió poco a poco que los designios sobrenaturales tienen una coherencia divina, que está a veces en contradicción con los planes humanos.

En las diversas circunstancias de su vida, el Patriarca no renuncia a pensar, ni hace dejación de su responsabilidad. Al contrario: coloca al servicio de la fe toda su experiencia humana. Cuando vuelve de Egipto oyendo que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre Herodes, temió ir allá (Mt II, 22) . Ha aprendido a moverse dentro del plan divino y, como confirmación de que efectivamente Dios quiere eso que él entrevé, recibe la indicación de retirarse a Galilea.

Así fue la fe de San José: plena, confiada, íntegra, manifestada en una entrega eficaz a la voluntad de Dios, en una obediencia inteligente. Y, con la fe, la caridad, el amor. Su fe se funde con el Amor: con el amor de Dios que estaba cumpliendo las promesas hechas a Abraham, a Jacob, a Moisés; con el cariño de esposo hacia María, y con el cariño de padre hacia Jesús. Fe y amor en la esperanza de la gran misión que Dios, sirviéndose también de él –un carpintero de Galilea–, estaba iniciando en el mundo: le redención de los hombres.

Fe, amor, esperanza: estos son los ejes de la vida de San José y los de toda vida cristiana. La entrega de San José aparece tejida de ese entrecruzarse de amor fiel, de fe amorosa, de esperanza confiada. Su fiesta es, por eso, un buen momento para que todos renovemos nuestra entrega a la vocación de cristianos, que a cada uno de nosotros ha concedido el Señor.

Cuando se desea sinceramente vivir de fe, de amor y de esperanza, la renovación de la entrega no es volver a tomar algo que estaba en desuso. Cuando hay fe, amor y esperanza, renovarse es –a pesar de los errores personales, de las caídas, de las debilidades– mantenerse en las manos de Dios: confirmar un camino de fidelidad. Renovar la entrega es renovar, repito, la fidelidad a lo que el Señor quiere de nosotros: amar con obras.

El amor tiene necesariamente sus características manifestaciones. Algunas veces se habla del amor como si fuera un impulso hacia la propia satisfacción, o un mero recurso para completar egoístamente la propia personalidad. Y no es así: amor verdadero es salir de sí mismo, entregarse. El amor trae consigo la alegría, pero es una alegría que tiene sus raíces en forma de cruz. Mientras estemos en la tierra y no hayamos llegado a la plenitud de la vida futura, no puede haber amor verdadero sin experiencia del sacrificio, del dolor. Un dolor que se paladea, que es amable, que es fuente de íntimo gozo, pero dolor real, porque supone vencer el propio egoísmo, y tomar el Amor como regla de todas y de cada una de nuestras acciones.

Las obras del Amor son siempre grandes, aunque se trate de cosas pequeñas en apariencia. Dios se ha acercado a los hombres, pobres criaturas, y nos ha dicho que nos ama: Deliciae meae esse cum filiis hominum (Prv VIII, 31) , mis delicias son estar entre los hijos de los hombres. El Señor nos da a conocer que todo tiene importancia: las acciones que, con ojos humanos, consideramos extraordinarias; esas otras que, en cambio, calificamos de poca categoría. Nada se pierde. Ningún hombre es despreciado por Dios. Todos, siguiendo cada uno su propia vocación –en su hogar, en su profesión u oficio, en el cumplimiento de las obligaciones que le corresponden por su estado, en sus deberes de ciudadano, en el ejercicio de sus derechos–, estamos llamados a participar del reino de los cielos.

Eso nos enseña la vida de San José: sencilla, normal y ordinaria, hecha de años de trabajo siempre igual, de días humanamente monótonos, que se suceden los unos a los otros. Lo he pensado muchas veces, al meditar sobre la figura de San José, y ésta es una de las razones que hace que sienta por él una devoción especial.

Cuando en su discurso de clausura de la primera sesión del concilio Vaticano II, el pasado 8 de diciembre, el Santo Padre Juan XXIII anunció que en el canon de la misa se haría mención del nombre de San José, una altísima personalidad eclesiástica me llamó en seguida por teléfono para decirme: Rallegramenti! ¡Felicidades!: al escuchar ese anuncio pensé en seguida en usted, en la alegría que le habría producido. Y así era: porque en la asamblea conciliar, que representa a la Iglesia entera reunida en el Espíritu Santo, se proclama el inmenso valor sobrenatural de la vida de San José, el valor de una vida sencilla de trabajo cara a Dios, en total cumplimiento de la divina voluntad.


meditación tomada de la homilía "En el Taller de José" de San Josemaría http://www.fluvium.org/textos/opusdei/OpD24.htm

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