DÍA 8 (26 de febrero)



El amor purísimo de José


En Nazaret se desposaron José y María, y allí tuvo lugar el inefable misterio de la Encarnación del Verbo de Dios. Con los desposorios, María recibió una dote integrada -según la costumbre (Cfr. F. M. WILLAM, o.c., p. 66)- por alguna joya de no mucho valor, vestidos y muebles. Recibió un pequeño patrimonio, en el que quizá habría un poco de terreno... Tal vez todo ello no montara mucho, pero cuando se es pobre se aprecia más. Siendo José carpintero, le prepararía los mejores muebles que había fabricado hasta entonces. Como ocurre en los pueblos no demasiado grandes, la noticia debió correr de boca en boca: «María se ha desposado con José, el carpintero». La Virgen quiso aquellos esponsales, a pesar de haber hecho entrega a Dios de su virginidad. «Lo sencillo es pensar -escribe Lagrange- que el matrimonio con un hombre como José la ponía al abrigo de instancias, renovadas sin cesar, y aseguraría su tranquilidad» (J. Mª LAGRANGE, Evangile selon Saint Lucas, 3ª ed., París 1923, p. 33). Hemos de pensar que José y María se dejaron guiar en todo por las mociones e inspiraciones divinas. A ellos, como a nadie, se les puede aplicar aquella verdad que expone Santo Tomás: «a los justos es familiar y frecuente ser inducidos a obrar en todo por inspiración del Espíritu Santo» (Cfr. SANTO TOMAS, Suma Teológica, 3, q. 36, a. 5, c y ad 2). Dios siguió muy de cerca aquel cariño humano entre María y José, y lo alentó con la ayuda de la gracia para dar lugar a los esponsales entre ambos.

Cuando José supo que el hijo que María llevaba en su seno era fruto del Espíritu Santo, que Ella sería la Madre del Salvador, la quiso más que nunca, «pero no como un hermano, sino con un amor conyugal limpio, tan profundo que hizo superflua toda cualquier relación carnal, tan delicado que le convirtió no sólo en testigo de la pureza virginal de María -virgen antes del parto, en el parto y después del parto, como nos lo enseña la Iglesia-, sino en su custodio» (F. SUAREZ, José, esposo de María, Rialp, 3ª ed., Madrid 1988, p. 50). Dios Padre preparó detenidamente la familia virginal en la que nacería su Hijo Unigénito.

No es nada probable que José fuera mucho mayor que la Virgen, como frecuentemente se leve pintado en los lienzos, con la buena intención de destacar la perpetua virginidad de María, pues «para vivir la virtud de la castidad, no hay que esperar a ser viejo o a carecer de vigor. La pureza nace del amor y, para el amor limpio, no son obstáculos la robustez y la alegría de la juventud. Joven era el corazón y el cuerpo de San José cuando contrajo matrimonio con María, cuando supo del misterio de su Maternidad divina, cuando vivió junto a Ella respetando la integridad que Dios quería legar al mundo, como una señal más de su venida entre las criaturas» (J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 40).

Ése es el amor que nosotros -cada uno en el estado en el que le ha llamado Dios- pedimos al Santo Patriarca; ese amor «que ilumina el corazón» (SANTO TOMAS, Sobre la caridad, en Escritos de catequesis, p. 205) para llevar a cabo con alegría la tarea que nos ha sido encomendada.

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