DÍA 12 (2 de marzo)



La profecía de Simeón

Cumplidos los días de su purificación según la Ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor (Lc 2, 22). Allí, en el Templo, tuvo lugar la purificación de María de una impureza legal en la que no había incurrido, y la presentación, la ofrenda de Jesús y su rescate, como estaba prescrito en la Ley de Moisés. En el Templo, movido por el Espíritu Santo, vino al encuentro de la Sagrada Familia un hombre justo ya anciano. Tomó en sus brazos al Mesías, con inmensa alegría, y alabó a Dios.

Simeón les anuncia que aquel Niño de pocos días será signo de contradicción, porque algunos se obstinarán en rechazarlo, y señala también que María habría de estar íntimamente unida a la obra redentora de su Hijo: una espada atravesaría su corazón. La espada de que les habló Simeón expresa la participación de María en los sufrimientos de su Hijo; es un dolor inenarrable, que traspasa su alma. María vislumbró enseguida la inmensidad del sacrificio de su Hijo y, por lo mismo, su propio sacrificio. Dolor inmenso, sobre todo, porque en aquel momento en que es llamada Corredentora sabe que algunos no querrán participar de las gracias del sacrificio de su Hijo. El anuncio de Simeón, «la espada en el corazón de María -y añadimos inmediatamente: en el corazón de José, que es uno con ella, cor unum et anima una- no es más que el reflejo de la lucha por o contra Jesús. María está, así, asociada (...) al drama de los cien actos diversos que será la historia de los hombres. Pero para nosotros es evidente que también José está asociado a ello, en la medida en que a un padre le es posible estar asociado a la vida de su hijo, en la medida en que un esposo fiel y amante puede estar asociado a todo lo que atañe a su esposa» (L. CRISTIANI, San José, Patrón de la Iglesia universal, Rialp, Madrid 1978, p. 66). Mucho más en el caso de San José: cuando oyó a Simeón, también una espada atravesó su corazón.

Aquel día se descorrió un poco más el velo del misterio de la Salvación, que llevaría a cabo aquel Niño que se le había confiado. Por aquella nueva ventana abierta en su alma contempló el dolor del Hijo y de su esposa. Y los hizo suyos. Nunca olvidaría ya las palabras que oyó aquella mañana en el Templo.

Junto a este dolor, la alegría de la profecía de la redención universal: Jesús estaba puesto ante la faz de todos los pueblos, sería la luz que ilumine a los gentiles y la gloria de Israel. Ninguna pena más grande que el ver la resistencia a la gracia; ninguna alegría es comparable a ver que la Redención se está realizando hoy y que son muchos los que se acercan a Cristo. ¿No hemos participado quizá de este gozo cuando un amigo nuestro se ha acercado de nuevo a Dios en el sacramento de la Penitencia o se decide a dedicar su vida a Dios sin condiciones? «Oh Santísima y Amantísima Virgen! -le pedimos a Nuestra Señora-, ayúdanos a compartir los sufrimientos de Jesús como Tú lo hiciste y asentir en nuestro corazón un horror profundo al pecado, un deseo más intenso de santidad, un amor más generoso a Jesús y a su cruz, para que, como Tú, reparemos con nuestro amor ardiente y compasivo sus inmensos padecimientos y humillaciones» (A. TANQUEREY, La divinización del sufrimiento, p. 116.). San José, nuestro Padre y Señor, ayúdanos con tu intercesión poderosa a llevar a Jesús a muchos que andan alejados o, al menos, no lo suficientemente cerca, como Él desea.

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