DÍA 15 (5 de Marzo)



Jesús perdido y hallado en el Templo


En el último dolor y gozo contemplamos a Jesús perdido y hallado en el Templo.

Estaba prescrito en la Ley que todos los israelitas debían realizar una peregrinación al Templo de Jerusalén en las tres fiestas principales: Pascua, Pentecostés y los Tabernáculos. Esta prescripción obligaba a partir de los doce años. Cuando se vivía a más de una jornada de camino, bastaba con que acudieran en una de ellas. La Ley nada decía de las mujeres, pero la costumbre era que acompañasen al marido. María y José, como buenos israelitas, iban todos los años a Jerusalén para la fiesta de la Pascua. Cuando Jesús cumplió los doce años subió a Jerusalén con sus padres (Cfr. Lc 2, 41-42). Para el viaje, cuando se tardaba más de una jornada, se reunían varias familias y hacían juntos el camino. Nazaret distaba cuatro o cinco jornadas de Jerusalén.

Una vez terminada la fiesta, que duraba una semana, las pequeñas caravanas se volvían a reunir en las afueras de la ciudad y emprendían el regreso. Los hombres iban en una, y las mujeres formaban otra; los niños hacían el camino indistintamente con una u otra. Hombres y mujeres se reunían al anochecer para la comida de la tarde.

Cuando María y José se reunieron al finalizarla primera etapa del viaje, notaron enseguida la ausencia de Jesús. Al principio creyeron que iba en algún otro grupo, y se pusieron a buscarle. ¡Nadie había visto a Jesús durante el viaje! La siguiente jornada, entera, la pasaron indagando sobre el Niño: hicieron un día de camino buscándolo entre parientes y conocidos. «Nadie tenía la menor noticia! María y José estaban con el corazón encogido, llenos de angustia y de dolor. ¿Qué podía haber ocurrido? Aquella noche antes de volver a Jerusalén debió de ser terrible para ellos. Al día siguiente, muy temprano, regresaron a Jerusalén, y allí preguntaron por todas partes. ¿Dónde estaba Jesús? ¿Qué había ocurrido? Preguntan, describen a su hijo, pero nadie sabe nada. «Prosiguen su búsqueda -él con el rostro contraído, ella curvada por el dolor-, enseñando a las generaciones futuras cómo hay que comportarse cuando se tiene la desgracia de perder a Jesús» (M. GASNIER, Los silencios de San José, p. 129).

Quizá lo peor de todo fue el aparente silencio de Dios. Ella, la Virgen, era la preferida de Dios; él, José, había sido escogido para velar por ambos y tenía, también, experiencias de la intervención de Dios en los asuntos de los hombres. ¿Cómo, al cabo de dos días de clamar al Cielo, de buscar incesantemente y cada vez con mayor ansiedad, el Cielo permanecía mudo a sus súplicas y a sus sufrimientos? (Cfr. F. SUAREZ, José, esposo de María , p. 190). A veces Dios calla en nuestra vida, parece que lo hemos perdido. Unas veces, por nuestra culpa; otras, parece que Él se esconde para que le busquemos. «Jesús: que nunca más te pierda...» (J. ESCRIVA DE BALAGUER, Santo Rosario, quinto misterio gozoso), le decimos en la intimidad de nuestro corazón.

Al tercer día, cuando parecían agotadas ya todas las posibilidades, encontraron a Jesús. Imaginemos el gozo que inundaría las almas de María y de José, sus rostros resplandecientes al volver a casa con el autor de la alegría, con el mismo Dios, que se había perdido y que acababan de encontrar. Llevarían al Niño en medio de los dos, como temiendo perderle de nuevo; o, al menos -si no temían perderle-, queriendo gozar más de su presencia, de la que durante tres jornadas habían estado privados: tres días que les habían parecido siglos por la amargura del dolor.

«Jesús: que nunca más te pierda...». A San José le pedimos que nunca perdamos a Jesús por el pecado, que no se oscurezca nuestra mirada por la tibieza, para tener claro su amable rostro. Le pedimos que nos enseñe a buscarlo con todas las fuerzas -como lo único necesario- si alguna vez tenemos la desgracia de perderlo.

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