
Cuando José supo que el hijo que María llevaba en su seno era fruto del Espíritu Santo, que Ella sería la Madre del Salvador, la quiso más que nunca, «pero no como un hermano, sino con un amor conyugal limpio, tan profundo que hizo superflua toda cualquier relación carnal, tan delicado que le convirtió no sólo en testigo de la pureza virginal de María -virgen antes del parto, en el parto y después del parto, como nos lo enseña la Iglesia-, sino en su custodio» (F. SUAREZ, José, esposo de María, Rialp, 3ª ed., Madrid 1988, p. 50). Dios Padre preparó detenidamente la familia virginal en la que nacería su Hijo Unigénito.
No es nada probable que José fuera mucho mayor que la Virgen, como frecuentemente se leve pintado en los lienzos, con la buena intención de destacar la perpetua virginidad de María, pues «para vivir la virtud de la castidad, no hay que esperar a ser viejo o a carecer de vigor. La pureza nace del amor y, para el amor limpio, no son obstáculos la robustez y la alegría de la juventud. Joven era el corazón y el cuerpo de San José cuando contrajo matrimonio con María, cuando supo del misterio de su Maternidad divina, cuando vivió junto a Ella respetando la integridad que Dios quería legar al mundo, como una señal más de su venida entre las criaturas» (J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 40).
Ése es el amor que nosotros -cada uno en el estado en el que le ha llamado Dios- pedimos al Santo Patriarca; ese amor «que ilumina el corazón» (SANTO TOMAS, Sobre la caridad, en Escritos de catequesis, p. 205) para llevar a cabo con alegría la tarea que nos ha sido encomendada.
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